Víspera es una de las palabras esdrújulas más bellas. No tengo duda. He pasado la vida ideando aventuras solo por disfrutar de la víspera, ese tiempo previo que anticipa el viaje, el encuentro, la vuelta, el regreso, la cita, el beso que no admite prórroga. La víspera es una profecía, un presagio. Y muchas veces el tiempo en ella es más placentero que la aventura en sí.
Un libro, por ejemplo, es una víspera porque habita en él la promesa del acontecimiento que ya sueñas con disfrutar. Te lo explicaré con un ejemplo: Nací en Palermo, pero he vivido en decenas de ciudades. Hoy, a mis excitantes treinta y nueve años, te escribo desde Madrid. Hace un par de primaveras, para olvidar un loco amor, me propuse cruzar Estados Unidos desde Richmond, en Virginia, hasta San Francisco. Y ese disparatado y maravilloso propósito lo alumbró Aullido, el largo poema de Allen Ginsberg. Lo sé. No hay nada original en esa excusa. Mucho antes que yo, un incontable ejército de beatniks emprendió el mismo camino. Solo que en mi caso no hubo psicotrópicos, danzas místicas y orgías hasta bien entrada la mañana. Leí Aullido y sentí desde su primer verso el hambre de la víspera de la que te hablo, la sensación de imaginar que ya estaba camino de San Francisco, paseando sus calles, entrando una mañana a la Green Apple Books a la búsqueda de la primera edición de los años sesenta olvidada por Lawrence Ferlinghetti.
Me fui sola y tardé, desde Virginia hasta California, veintiún largos días donde lo más reseñable fueron las incontables horas conduciendo un Toyota azul al que no le funcionaba la radio, una noche en Wichita escuchando a Pat Metheny y un amante granjero que conocí una tarde en un pueblo perdido y montañoso del estado de Utah, y cuya pena por su ausencia me duró los doce minutos que tardé en salir de aquel lugar remoto al que sé que jamás volveré.
San Francisco es la más mediterránea de las ciudades estadounidenses. En esto, como en otras tantas cosas estoy de acuerdo con Nadal Suau, mi admirado crítico literario, autor junto a Pere Joan de la Tintablanca de esta ciudad californiana, cuya lectura ha reverdecido aquel viaje de hace dos años en que sentí por primera vez unas ganas irrefrenables por quedarme a vivir allí. No lo hice. Volví de San Francisco a mi vieja Europa dos meses y medio después, pero aquella estancia me sirvió para curar, al menos, un par de asuntos pendientes: Una cicatriz que aún supuraba de aquel loco amor cuyo recuerdo el granjero y otro par de novios californianos contribuyeron a borrar, y un renovado apego por el cine después de asistir un mediodía a la proyección en una pequeña sala en Presidio de Vértigo, la soberbia película de Hitchcock que, además, me decidió a visitar los exteriores que recorren James Stewart —el hombre que de haberse enamorado de mi me habría hecho sentar la cabeza— y la imponente Kim Novak. De mi apego por la arquitectura colonial, por la arquitectura española expresada en las misiones, escribiré otro día, pero hoy me basta con recordar esa tarde en que bajo el Golden Gate me sentí parte de aquel film y me pregunté a mí misma por qué narices ningún director de cine puso su interés sobre la histriónica manera que tengo de interpretar y enfrentarme a los desamores.
Uno de estos días tengo pensado llamar a los editores para que me den el teléfono de Nadal Suau. Mi idea es volar a Mallorca, donde vive, para pedirle que me recite alguno de los versos de Ginsberg. Tengo la sospecha de que, recordando viejas batallitas californianas, nos vamos a hacer buenos amigos.