Tintablanca
Placer lector

La mañana que Borges paseó la Alhambra

La mañana que Borges paseó la Alhambra - Tintablanca
Una ilustración de Aixa Portero para la Tintablanca de La Alhambra sirve de fondo para el libro de Borges.
Almudena Trobat | 19 ene 2023

En 1923, con tan solo veinticinco años, Jorge Luis Borges dio a imprenta su primer libro de poesía que tituló Fervor de Buenos Aires. Muchos años después, en 1969, cuando lo desempolvó para incluirlo en alguna de sus antologías, el escritor argentino sostuvo que aquel muchacho de entonces ya poseía el discurso literario que aún latía dentro de él. Ya convertido en escritor de culto dijo: “de joven buscaba los atardeceres, los arrabales y la desdicha, y de mayor las mañanas, el centro y la serenidad”. En uno de los poemas de Fervor de Buenos Aires Borges sostiene que su ciudad ya no es aquella de las “ávidas calles, / incómodas de turba y ajetreo” sino aquella otra de “las calles desganadas del barrio, casi invisibles de habituales, / enternecidas de penumbra y de ocaso”.

Los mimbres de los que están hechos los libros de Tintablanca pertenecen más a esta segunda clase de calles que a la rutilancia, el ajetreo, la altivez y el oropel de la que están hechas las primeras. Es curioso como un poema escrito hace cien años puede traslucir con tanta viveza y lucidez el estado de ánimo de su autor y proyectar en el lector contemporáneo similares sensaciones. Se diría, incluso, que el poema es como la declaración de principios de la que están hechos estos libros de viaje cuyos autores, hoy día, buscan en las ciudades y los paisajes que recorren aquellas mismas sensaciones que alumbraron los versos del autor de Elogio de la sombra.

Un poema, a veces, es el manifiesto narrativo que encierra un libro. Los autores de Tintablanca, del mismo modo que Borges, han buscado con persistencia el alma de los lugares, mucho más allá de los lugares comunes, la reivindicación de una realidad poética, una filosofía del paisaje, un confesionalismo veraz. Por eso una Tintablanca es la transparencia —o el deslumbramiento— de lo que sus autores sienten cuando pasean un lugar amado, lejos de la extrañeza que causa el turismo y la masa.

Esto es lo que hace que Tintablanca sea un acompañante más durante nuestros paseos. No solo la complicidad que despierta que el autor te confíe sus lugares y sensaciones íntimas, sino la intimidad que a su vez estableces tú con el libro al escribir de tu puño y letra tus propias sensaciones, tu propio viaje, tu propia aventura.

Esa calidad de viaje que solo poseen los libros que leemos y a la vez escribimos como una prolongación de nosotros mismos preocupó a lo largo de su vida a Jorge Luis Borges. Muchos años después de Fervor en Buenos Aires, el escritor argentino escribió Alhambra, un día en Granada después de visitar el monumento. Incluida en Historia de una noche, un poemario de 1976, Alhambra empieza así: “Grata la voz del agua / a quien abrumaron negras arenas, / grato a la mano cóncava / el mármol circular de la columna”. Se diría que cuarenta y seis años después de aquellos versos la Tintablanca que Manuel Mateo Pérez escribió y la artista Aixa Portero de la Torre ilustró está permeada, en parte, por esas mismas palabras. Borges comprendió desde el mismo momento de poner un pie en el monumento esa suerte de delicadeza, fascinación y embeleso que la Alhambra produce en quien la recorre. Si hay una tesis en la Tintablanca dedicada al conjunto granadino es la vigencia de esas mismas sensaciones que cautivaron a Borges y antes que a él a decenas y decenas de viajeros despiertos que buscaron el modo de definir el monumento y hubieron de conformarse solo con adjetivarlo de tan inabarcable y totalizador como era aquella empresa. Sí. Hay veces que la prosa no es suficiente. Pasa en muchas ciudades, en muchos lugares patrimoniales que nos embaucan y hechizan. No es posible en ellos establecer tesis cerradas. En esos casos solo la poesía es capaz de acercarnos a su alma. De poesía están hechos los hombres sabios, de poesía están hechos los libros que amamos. Borges terminó su poema así: “Ojalá en los versos que trazo / estén esas banderas”.  

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