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Venecia, tratado de ciencia política

Venecia, tratado de ciencia política - Tintablanca
Ilustración de la artista Valle Galera de Ulierte que forma parte de la Tintablanca de Venecia, escrita por Pedro Galera.
Almudena Trobat | 27 ene 2023

Venecia no ha hecho grandes aportaciones a la literatura universal, con excepción —algo precaria— de Giacomo Casanova, cuyas memorias, como se sabe, están salpicadas de mentiras y exageraciones. En cambio, no hay en el mundo una ciudad que arrastre más literatura escrita por gentes de fuera, por viajeros, por embelesados cronistas, por errabundos atrapados en el hechizo que a lo largo de los siglos ha ejercido la Serenísima. Acaba de aparecer un libro titulado Del amanecer a la decadencia, firmado por Jacques Barzun, que ejerció de decano en la facultad de Historia de la Universidad de Columbia, en Nueva York. El libro, reeditado ahora por Taurus, pero escrito a principios de siglo, luce el subtítulo Quinientos años de vida cultural en Occidente. A lo largo de estos cinco últimos siglos Venecia ha tenido una acusada presencia en la construcción de la realidad cultural y social de la que formamos parte. Pero Barzun se pregunta quién piensa hoy en esta ciudad como suprema creadora de ciencia política. Para el historiador de origen francés su nombre solo sugiere ideas estéticas “y aún éstas son incompletas: pintura y arquitectura venecianas; y hasta ahí llega la memoria colectiva”. En el capítulo que dedica a la ciudad italiana el historiador detalla los motivos por los cuales Venecia fue la capital comercial del mundo durante un largo periodo de la historia. A su selecto cuerpo de embajadores, más preparados que la media de la Europa de los siglos XV y XVI, se une la redacción de un voluminoso corpus legislativo y de las primeras doctrinas del derecho internacional del mar, algunos de cuyos preceptos legales aún perviven en la actualidad. Ensanchar las miras del comercio mediterráneo tiene que ver con la tolerancia y la multiplicidad de acentos. En Venecia, mediado el siglo XVII —periodo en el que se advierte el principio de la crisis que acabará dinamitando para siempre el mito de la ciudad construida sobre el agua— practicaban con libertad su religión ortodoxos griegos, protestantes, armenios, eslavos, albaneses y judíos, además, claro está, de católicos. Barzun lo explica así: “En Venecia se dio la máxima aproximación al sistema platónico en el sentido del deber y la dedicación que mueve a los gobernantes, que gobiernan con sobriedad”. Dicho con otras palabras: el alambicado sistema político veneciano dejaba pocos resquicios para la corrupción y el beneficio personal. En aquella ciudad el comerciante ejercía de político y, por tanto, era consciente de que era su dinero el que estaba en juego a la hora de dirigir los destinos de su casa y la ciudad que lo acogía. Antes que el derecho inglés aceptara la presencia del abogado defensor, en Venecia los juicios contaban con letrados que protegían al encausado. La justicia era rápida, el pueblo elevaba quejas que eran escuchadas y hasta el dogo, más allá de la rutilante ceremonia de su desposorio con el mar, estaba sujeto a tribunales, comisiones y chambelanes vigilantes de su intachable catadura política. Venecia habría de padecer desmanes públicos, cómo no, pero no subieron jamás del talón frente a cualquier otro gobierno continental europeo.

El texto que Jacques Barzun dedica a la Serenísima está trufado de admiraciones. En él hay una exégesis a Las piedras de Venecia de John Ruskin, cita a Petrarca y a Byron, y se solaza con la invención de la ópera y con nombres como Monteverdi. Ruskin, sin salirnos de él, sostenía que las grandes naciones escriben sus autobiografías en tres manuscritos: el libro de los hechos, el libro de las palabras y el libro del arte. Venecia ha escrito su vida en los tres.

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