He sabido que el Victoria & Albert de Londres dedicará una nueva sede del museo al este de la ciudad a exponer la colección personal de David Bowie. Estos días que ando por Londres al acecho de algunos libros y una buena tormenta he vuelto a cruzar Heddon Street para mirar a un lado de la calle y mimetizarme con mi ídolo, fotografiado allí una noche lluviosa de 1972 para su disco Ziggy Stardust y sus arañas de Marte. El V&A tiene una colección fantástica del autor de Absolute Beginners, sobre todo fotografías de toda sus épocas artísticas, incluidas muchas que se hizo en Berlín en 1976, cuando llegó hasta allí para curarse de su problema con la fama, las drogas y una corta (por suerte) esterilidad creativa.
El V&A es un museo fantástico porque si una lo mira bien carece de la solemnidad que atilda al resto de museos londinenses, donde si toses los propios cuadros te chistean para que guardes silencio. El Victoria, a pesar de la etiqueta de sus fundadores, el boato de sus patrocinadores y algunas colecciones que subrayan la distancia de la alta Inglaterra con el resto de los mortales, es, bien mirado, un patio de vecinas que sin ambages te chismorrea las debilidades de los artistas allí representados. Así deberían ser todos los museos, y no cajas blancas donde no te está permitido sonreír y mucho menos carcajearte frente a los cuadros que se te antojan más divertidos (el historiador de arte y crítico español Ángel González García escribió hace años un libro maravilloso titulado Pintar sin tener ni idea que criticaba abiertamente que los museos se hubieran convertido en sarcófagos donde no está permitida la risa).
David Bowie despertaba esa capacidad lisérgica circunscrita solo a los grandes genios. No fue su muerte lo que inspiró en mi o en aquellos hombres y mujeres que piensan como yo la belleza, la conmoción, la herida en el alma cuando cantaba o su melodía inundaba de elegancia cualquier lugar donde estuvieras. Yo sentía esas mismas sensaciones cuando estaba vivo y el anuncio de un nuevo trabajo musical se convertía en una epifanía de felicidad e impaciencia. Una tarde lo vi en Londres, sentado en compañía de unas amistades en una elegante mesa del hotel Savoy. Entonces él y yo vivíamos en Nueva York. David Bowie residía en un maravilloso penhouse del SoHo y yo no lejos de allí, en un encantador y pequeño bajo del Village. Bowie había vuelto a su ciudad, al lugar del crimen para grabar un nuevo disco, según informaciones de aquellos días en The Guardian. Yo tenía entonces un novio galerista que se había hecho con dinero vendiendo pequeños formatos de Freud. Aquellos días me pidió que lo acompañara para cerrar una nueva venta. Al ver a Bowie sentado en compañía de una señora mayor que él —muy elegante, vestida de Gucci y fumando con muchos aspavientos— y un par de tipos más jóvenes, con pintas de músicos o representantes riendo y dando conversación al genio que permanecía callado y sonriente, quise levantarme de mi mesa, seis metros la una de la otra, y decirle a mi ídolo que Londres no era nuestra ciudad sino Nueva York, y que lo mejor para los dos era volver lo antes posible, dejar a la abuela y al novio galerista para recluirnos como ermitaños en su ático del SoHo y no salir de él para otra cosa que no fuera hacernos con grandes remesas de comida japonesa y vaselina para los labios cortados de tanto beso.
A punto estuvo mi vida de cambiar para siempre cuando me decidí a levantarme para proponerle a David Bowie una odisea espacial. Pero mi novio de entonces, inoportuno como siempre, me urgió a acompañarlo. En una suite del Savoy un asiático se había interesado por un par de obritas del sobrino del psicoanalista. Ahí acabó mi vida con David. Ya nunca sería Starman.