Tintablanca
Placer lector

El codicioso Henry Frick alardea de colección en el Prado

El codicioso Henry Frick alardea de colección en el Prado - Tintablanca
La Leocadia de Goya bajo la mirada de Ximena Maier, ilustración recogida en la Tintablanca de Madrid.
Fini Martínez de Dotor | 26 mar 2023

Poderoso, arrogante, inflexible, capaz de condenar al hambre y a la más cruel de las necesidades a centenares de familias con tal de no doblegarse a las justas exigencias de sus trabajadores o a los acuerdos con los sindicatos estadounidenses del acero. Y a la vez sensible con el arte, enternecedor en la mirada frente a los grandes maestros, codicioso y hambriento por conformar una de las colecciones de pintura más sólidas que Estados Unidos reunió en el periodo de entresiglos. Henry Clay Frick (1849-1919) viajaba a Europa a la búsqueda de las mejores pinturas de la historia del arte de todos los tiempos. Pagaba muy por encima de lo que los compradores exigían y hacía cargar las telas con obsesivas medidas de seguridad en los transatlánticos más veloces a fin de descargar su valiosa mercancía en Nueva York y acomodar su preciado tesoro en la mansión que el arquitecto Thomas Hastings —el autor de la Biblioteca Pública de NY— levantó para él en la Quinta Avenida, a la altura de la calle 70. Frick, que no embarcó en el viaje inaugural del Titanic porque su esposa Adelaide Howard Childs se torció un tobillo, compró en España las nueve obras que hasta el 2 de julio cuelgan en el Museo del Prado, un préstamo que The Frick Collection ha aprobado debido a las obras que estos meses se llevan a cabo en el palacio neoyorquino situado frente a Central Park. Las pinturas están expuestas en el edificio Villanueva, la exposición ha sido comisariada por Javier Portús y en las paredes blancas cuelgan tres grecos —el militar italiano Vincenzo Anastagi (1575), La expulsión de los mercaderes del templo (1600) y San Jerónimo (1590)— y cuatro goyas —Pedro de Alcántara y Téllez-Girón, noveno duque de Osuna (1790), Retrato de un oficial (1804), Retrato de mujer (1824) y La fragua (1815)—. Junto a ellas destacan sendas obras de Diego Velázquez y Bartolomé Murillo tituladas Felipe IV en Fraga (1644) y Autorretrato (1650), respectivamente. El retrato de Felipe IV es contemporáneo a El bufón el Primo, una de las obras maestras del pintor barroco que revela el carácter, la dignidad, el desvelo por la profundidad psicológica de Sebastián de Morra. Murillo, por su lado, se autorretrata una vez más, buscando que aquel que lo contemple venere la maestría de quien es capaz de convertir el agua en vino, la tela en arte.

El cruel Frick sabía que coleccionar aproximaba sus humildes orígenes a la aristocracia europea, dueña de las grandes páginas de la historia del arte. Para entonces Poe ya había escrito El barril de amontillado, Thoreau había puesto en pie Walden y Emily Dickinson sus poemas (los tres en Massachusetts, el estado que erige la historia del país). Pero entre finales del XIX y principios del XX los grandes plutócratas norteamericanos son conscientes de que su país necesita crear una epifanía del arte, traer hasta aquí las grandes obras de la pintura europea —en la Frick cuelga, por ejemplo, El jinete polaco de Rembrandt—, decorar y presumir en sus mansiones y sus nuevos museos de la crónica artística del viejo continente de donde partieron sus antepasados, descargar del Mayflower la gramática del óleo y la tela que los emparente con el otro lado del océano del que por admiración y recuerdo no quieren desligarse.