En Fuengirola había hace años un par de buenas librerías inglesas en las que acostumbraba a comprar a Hemingway y donde descubrí al cabo del tiempo a un tipo llamado Chris Stewart, autor de un libro sobre su vida en un pueblo de la Alpujarra titulado Driving Over Lemons. La librería la llevaba un hombrecito viejo, de escasa estatura, barba canosa y desaliñada con el que no intercambié creo más de ocho o diez palabras durante las tardes que anduve por su negocio. Llegaba pasadas las seis y permanecía allí hasta el cierre de la librería. Él parecía andar en sus asuntos, ordenando cajas o tecleando frente al ordenador, y yo pasaba las horas leyendo las primeras páginas de los libros que al final compraba. Tenía la habilidad de poner frente a mis narices títulos que me acababan cautivando. Lo hacía con extraordinaria discreción, sin que notase su presencia. Andaba hojeando un volumen de tapa dura y al devolverlo a la mesa hallaba otro que por su título o su portada acababa gustándome. Luego los iba amontonando en el mostrador y salía pasadas las nueve de la noche con un par de bolsas de vuelta a casa.
En aquellas noches de verano Scott Fitzgerald me enseñó a leer en inglés. Recuerdo un libro suyo titulado Tender Is The Night que tenía un final sombrío pero con una frase esperanzadora que decía: “Si estás enamorado, eso tendría que hacerte feliz”. FSF escribió aquella novela a mediados de los años Treinta, y algún tiempo después el mexicano Octavio Paz, inoculado por la novela americana y las melodías del jazz, sostuvo que la traducción era un nuevo género literario. Aquellos fueron los veranos de la literatura adolescente, de Herman Hesse y de Henry Miller, cuyo Tropic of Cancer no me excitó como deseaba, sino que me violentó y me hizo preguntarme entonces si cuando tuviera a un hombre frente a mi se comportaría con la exagerada misoginia que transmitían aquellas palabras.
Los años sirven para darte cuenta de que los escritores solo fueron elefantes sagrados en los recuerdos de tu adolescencia, cuando todo eran prisas y poluciones nocturnas, cuando el tiempo lo manejabas como si fuera eterno, seguro de que no acabaría nunca.
Hoy las certezas son otras. La madurez te convence de que los vicios que arrastrabas desde los años del acné son ahora más acusados, y que ningún propósito de enmienda hará a estas alturas que desaparezcan. Con los libros ocurre esto, que muestras frente a ellos un hambre y una avaricia que resulta difícil de explicar. Y en verano más, porque crees retroceder en el tiempo, a los momentos que ya solo viven en tu recuerdo, cuando las siestas representaban las horas más felices de la lectura, oculto en la umbría de los cuartos frescos, a refugio de la tarde ardiente y cegadora.
Yo tengo aun viva la memoria de muchas de aquellas tardes, tanto como de mis primeras librerías y del aspecto misterioso y silencioso de los hombres que me atendieron entonces. Ayer pasé la tarde en Luces, que abre en la Alameda Principal de Málaga. La frecuento desde hace años porque al frente de ella están libreros y no comerciales que igual sirven para atender una planta de electrodomésticos que para ejercer de cajeros en un supermercado. Pasé horas entre sus mesas y sus anaqueles, primero con la narrativa y luego con el ensayo, más tarde con la poesía y por último con los libros de viaje, en los que me empeño inútilmente en buscar los rastros, las huellas, el mito de Heródoto. Subyugado por la lectura, escondido entre los renglones y las comas, el tiempo vuelve a detenerse y me imagino presente en los escenarios de las primeras páginas de esas novelas, discutiendo las tesis de los ensayistas empeñados en llevarme la contraria, tierno en la distancia entre dos versos y al lado del caminante que esta tarde de marzo me ha permitido acompañarlo por un sendero que no sabe bien a dónde conduce.