Soy la gran idiota bajo el cielo de Estocolmo. Llegué a creerme que Edward sería la mitad de mi vida, el tipo al que llevaba años esperando, el hombre perfecto: tierno y leído, cuidadoso y divertido, mitad ternura mitad doblez, capaz de alejarse con la misma facilidad con la que volver en el momento en que una siente que las piernas no le obedecen y solo halla descanso en un colchón de ansiolíticos.
Este inglés de barba dorada, alto y estilizado como las piedras de Stonehenge, con ojos amelados y una suerte de sonrisa que siempre me recordaba a la de aquellas dos mujeres de Murillo me dijo hace un par de tardes cruzando el puente de Vasabron que esos serían nuestros últimos minutos juntos. Tardó exactamente doscientos veinte pasos, los que separan un ojo y otro del puente, en enumerarme las razones de su renuncia: Descontada la felicidad que le había producido un año y medio a mi lado, Londres reclamaba su atención absoluta ahora que había conocido a una chica más joven que él con la que después de un par de semana de obscena y ardiente infidelidad había llegado a la conclusión de que era con ella y no conmigo con quien deseaba abrir casa en el barrio de Fulham, allí donde el Támesis dibuja un meandro en el que siempre quise ver sus brazos cuando me abrazaba.
Esa noche Edward y yo teníamos previsto regresar a Madrid, las maletas hechas, el check in listo. Pasaríamos allí unos días y él volvería, como de costumbre, a Londres donde nos reencontraríamos pocas semanas después. Pero cuando sus largas piernas tocaron tierra allí donde comienza la isla de Gamla Stan me abrazó y sin dictar una sola palabra me besó con suavidad, mirándome a los ojos con una extraña mezcla de gratitud y lástima, yo absorta, paralizada y rota a partes iguales, como si frente a nosotros, en lugar de las frías aguas bálticas del lado Mälar, un director de cine y su largo séquito de técnicos estuviera filmando el final de una película que desde que comenzó tienes la más absoluta certeza de que acabará mal.
Edward se perdió por las callejas de Gamla Stan y yo, a fin de no desentonar en el guion bizarro de esa película de serie b que es mi vida, me quedé quieta durante una larga hora hasta que algo ajeno a mí me devolvió al hotel donde el recepcionista me dijo que mi pareja ya se había marchado con sus maletas y sin una mala nota en el casillero de la habitación que habíamos compartido esos seis últimos días.
Lo que sentí y pensé esa larga noche en vela no cabe en una Tintablanca, por muy lejana e inabarcable que sea la ciudad y las sensaciones que despierte. Leí hace unas semanas Cartas desde Massachusetts y había en aquel texto de Laura Riñón Sirera algunos de los adjetivos, de los caminos, de las dudas y obsesiones que me han perseguido estas horas. No sé por qué un libro, en las antípodas de nuestra angustia, es capaz de ofrecerte el amparo que no hallas en lugar alguno. Igual cuando regrese a Madrid me paso por su librería para compartir historias de letraheridas.
Un día después de su huida, caminando por las calles animadas de Norrmalm, encontré un cartel que anunciaba esa misma noche el concierto de Roger Waters. Entré en mi teléfono y compré a un precio prohibitivo una de las últimas entradas. Apenas quedaban cinco horas para su inicio y anduve hasta allí. Un padre caminaba hacia el escenario del concierto abrazado con sus dos hijos: ella, una joven de pelo largo, de una belleza hiriente y cejas arqueadas como la cara oscura de la luna y él un chico con gafas, sonrisa franca y pelo rizado.
Para poner otro ladrillo entre nosotros y ellos, entre él y yo, levanté esa noche un muro de olvido mientras Roger Waters desempolvaba mis recuerdos con las melodías que escuchaba hace décadas cantar a mi hermano mayor. Lo menos importante fueron sus soflamas políticas: lo importante fue comprobar cómo la música tiene la facultad de extraer de ti la oscuridad que habita tus esquinas y, a cambio, reponer en esos ángulos luz y almíbar. Pink Floyd fueron a la música contemporánea lo que Beethoven con sus tres últimas sinfonías o, tiempo antes, Bach con La Pasión según San Mateo. Esa noche, créanlo o no, supe que Dios existe frente al escenario abierto como un patio de los Leones cuando Roger Waters entonó Breathe (in the air). Y es que Roger Waters y David Gilmour, la otra mitad de Pink Floyd, no solo representan los rostros irreconciliables de un conflicto sin solución. Son, además de eso, una metáfora el uno y el otro de las dos caras que todo hombre y mujer somos, mostramos y encerramos: Roger Waters es abrasivo, desbordante, totalizador, egoísta y genial. Y David Gilmour reflexivo, sereno, oceánico, prudente y poético.
Me he pasado la vida buscando el equilibrio entre ambas orillas y hoy sé que es imposible asirse a un lado y desdeñar el otro. Edward se fue de mi vida hace unas horas y aunque me siento The great gig in the sky, la gran idiota bajo el cielo de Estocolmo, salgo del concierto con las esquinas de mi alma repuestas, reconfortadas, con alimento para encarar nuevos tiempos por muy torcidos que estén escritos.
Hace frío esta noche en Suecia. Está decidido: mañana regreso a Madrid. El padre que abraza a sus hijos camina unos pasos delante de mí mientras los tres ríen.