Jerez es el centro del mundo porque, en realidad, lo que todo el mundo entiende por el centro del mundo está en la periferia, en el extrarradio, en los arrabales del interés y la memoria. He vuelto a la ciudad que recorrí hace veintitrés años, aquel verano tan caluroso como el de ahora, recién terminados los estudios en Nueva York, con mi primera responsabilidad laboral con solo doblar el otoño y unos días de descanso y sal atlántica en compañía de tres amigos que los años se encargarían de apartar de mi lado.
Esta es una crónica complicada porque está hecha de recuerdos maravillosos y consecuencias dolorosas. Se diría que la vida no está completa sin lo uno ni lo otro, sin la dicha ni la amargura, sin esas dos caras de una moneda que al lanzarla al aire desata la cruz y su contraria.
Lo resumiré mucho: Miguel era hijo de unos aristócratas venidos a menos que aún conservaban en las cercanías de la plaza de la Asunción un viejo palacio neoclásico donde aquellos días de principios de agosto nos hospedamos Ana Isabel, Federico y yo. Conocí a Miguel dos años antes en Nueva York. Me lo presentó Federico una noche de invierno en un local del Village. Miguel era mayor que nosotros. Trabajaba entonces en una firma de abogados españoles que pocos meses antes había abierto despacho en el Midtown para representar a empresarios con intereses en exportaciones agrícolas. Miguel era un hombre guapo, alto, muy bien vestido, con ese acento de la Baja Andalucía tan embaucador que gustaba extender con eses largas y versos marineros. Federico era su contrario: un diletante destartalado y fachoso que no tenía remordimiento alguno en engañar a sus padres, falsificando expedientes académicos salpicados de buenas calificaciones, con tal de permanecer en la ciudad más tentadora del mundo sin dar un palo al agua y estrenando las calles todas las mañanas tras noches de extenuante celebración. Reconozco que el caos de Federico me atraía y lo abrazaba a partir del jueves cuando mi conciencia me persuadía de haber estudiado lo suficiente como para inaugurar la multitud de fiestas a las que cada fin de semana estábamos invitados. Miguel participó en más de una y con el tiempo entre los tres germinó una suerte de complicidad que quisimos apuntalar aquel verano en Jerez.
Fue Ana Isabel la que no lo permitió. Era amiga desde niña de Miguel y cuando supo de nuestra visita se amotinó en una de las mejores habitaciones del palacio ejerciendo de hembra alfa y detallando cada mañana un inflexible programa de actos que debíamos cumplir con fe militante. Ella siempre imaginó que Miguel y yo habíamos tenido una relación pasada en Nueva York, pero sus sospechas eran inciertas. Una tarde que visitábamos una bodega en la que Fede y yo conocimos las exageradas bondades del amontillado Ana Isabel armó una escena de celos entre botas, en uno de aquellos cascos que como catedrales oscuras mantienen el aroma del vino, la temperatura grata, el misterio de la edad y la vejez, el silencio y la soledad de la que están hechas las cosas que importan. En aquel venerable santuario solo se la escuchó a ella acusar a su amigo de prestarme una extraña atención. Miguel le pidió amablemente que volviera a casa y aquella tarde, sin Ana Isabel como guardesa, pusimos rumbo a la playa de Caños de Meca donde nos bañamos como Dios nos trajo al mundo hasta que el sol se desdibujó en la raya donde aseguran está enterrada la Atlántida.
Cuando regresamos de madrugada al palacio, Ana Isabel nos esperaba en el vestíbulo como uno de esos espectros fantasmales que aparecen en toda película de miedo que se precie. No nos miró. Se dirigió a Miguel y le preguntó con cortedad:
—¿Tienes unos minutos para que hablemos?
—Es muy tarde —le respondió él—. Estoy cansado y bebido. Hablaremos mañana.
Ella insistió, pero ni Federico ni yo supimos cómo acabó aquel enfrentamiento porque los dos decidimos con urgencia encerrarnos en nuestras habitaciones para dormir con hambre.
Los días siguientes los recuerdo dichosos, azules y embriagadores. Me levantaba temprano y paseaba la ciudad en silencio, mientras intuía el modo en que los jerezanos se desperezan del reparador sueño. Las casonas abrían sus zaguanes a los patios umbríos y frescos, y era la primera en entrar a las iglesias para dejar en ellas un ruego y una oración. Rodeaba la Catedral, subía hasta la Alameda Vieja desde cuyo quiosco oteaba el horizonte de campanarios y espadañas antes de bajar hasta la plaza del Arenal para tomar en alguna de sus terrazas abiertas el primer café. Luego regresaba a la casa familiar de Miguel por las mismas calles. Encaraba Consistorio, me entretenía bajo los árboles de sombra de la plaza de la Yerba y por el callejón del Antiguo Cabildo, de aquella venerable suerte de logia florentina, salía a la luz de la plaza de la Asunción donde está la iglesia de San Dionisio y frente a ella el palacio más bello de la ciudad. Me recuerdo ahora mirando sus balcones y sus ventanas abiertas, prometiéndome que una tarde contemplaría Jerez desde ellas.
La mañana la pasábamos visitando bodegas hasta la hora del almuerzo. Comíamos en tabancos donde celebrábamos sobremesas largas. Para entonces me había hecho una entendida en los vinos de Jerez y reconozco que desde esos días cualquier otra copa, por extraordinaria que sea, se me antoja un escalón por debajo de un buen palo cortado. Tras una chispeante siesta poníamos rumbo a las playas más cercanas donde reíamos y tomábamos reparadores baños de sol hasta que el océano y el horizonte se teñían de colores dorados. Ya de vuelta la madrugada nos sorprendía sentados en cualquier plaza del centro arreglando el mundo y prometiendo encuentros que ya entonces intuíamos que nunca se cumplirían.
A finales de agosto abandoné Jerez con una extraña sensación. Pocos días más tarde debía de estar de regreso en Nueva York para cumplir con mi primer trabajo como becaria en una pequeña editorial. Miguel y Federico disponían de más tiempo y no regresarían a Manhattan hasta últimos de mes. Pero hoy, un cuarto de siglo después, recuerdo un escalofrío de temor antiguo cuando evoco aquellos días. Mediado septiembre, Federico me llamó hundido para decirme que Miguel había sido hallado muerto en el palacio jerezano. Infarto, sostuvo la familia. Doce días después Ana Isabel apareció muerta en el interior de su coche. Sobredosis de barbitúricos, dictaminó la autopsia.
Aquel otoño se hizo muy duro en la editorial donde comencé a trabajar. Luego llegó el invierno y la cosa se complicó. Para no pensar más de la cuenta me encerraba en casa y trabajaba hasta que los ojos dejaban de obedecerme. Tampoco supe nada de Federico, pese a mis numerosas llamadas, hasta varios meses después en que nos citamos en un café del Upper West Side. Con un café en la mano, tembloroso, los ojos hundidos de no dormir, más descuidado que de costumbre, Federico me miró una sola vez a los ojos para decirme:
—Dicen en Jerez que fue Ana Isabel quien acabó con la vida de Miguel. Y yo lo creo. La familia, en cambio, ha preferido mirar para otro lado para no montar un escándalo.
Luego, mirando hacia su taza y el resto de mesas, añadió que había retomado los estudios, había dejado la noche y decidido dejar de engañar a sus padres. Aquella tarde, bajo una de esas terribles nevadas que cada invierno regresan puntuales a la ciudad, él y yo supimos que algo se había roto entre nosotros para siempre. No volví a verlo más.
Veintitrés años después he regresado a Jerez en compañía de amigos más equilibrados que aquellos que me enseñaron la ciudad por primera vez y con un libro en la mano firmado por María José Solano e ilustrado por Miki Leal, un artista que me trae loca y del que quiero saberlo todo. El libro está encuadernado con una tela azul celeste que evoca aquellas mañanas en que paseaba sola la ciudad y miraba por encima de los campanarios. María José Solano, que es una escritora pulida, dulcísima y muy culta, dice al inicio de su Tintablanca: “Comprendí que este viaje no podía hacerse desde el conocimiento, sino desde la emoción”. Y añade: “Yo debía contar mi Jerez de la memoria, ejercitarme en la tarea de extraer con palabras el aire dorado de las botas de vino y mezclarlo con el aire amarillo de albero, de piedra, de tierra albariza, de uva, de piel gitana, clavándolo en el cielo de Jerez para así poder decir un día lo que Lorca dijo: Cuando yo me muera, enterradme en una veleta”.
No he podido evitarlo. Leer esas líneas me ha hecho recordar la Beatrice de hace dos décadas. Y es que hay hechos cuyo dolor los años no evitan padecer. He vuelto a Jerez a enterrar los recuerdos de aquel amigo que me duró tan poco y a reencontrarme con las sensaciones de aquellas mañanas que tanto tiempo después tienen la misma luz, el mismo color, la misma palabra.