Hay veces —menos de las deseadas— en que con solo mirar un libro ya sabes si el tiempo lo convertirá en una pieza de coleccionismo o no. No es necesario que el libro sea un objeto lujoso, encuadernado con materiales nobles e impreso en un papel especial. Basta, por ejemplo, con que sea una primera edición, una tirada corta y luzca en portada la firma de un autor que el tiempo acabe por reverenciarlo por su originalidad y calidad.
Soy un amante de los libros. O mejor dicho: Soy un coleccionista de libros. Los persigo sin descanso y paso buena parte del año viajando a las ciudades que más quiero a la búsqueda de los objetos más raros, inéditos y singulares. ¡No! No crean que mi trabajo se circunscribe a las librerías de viejo. Las conozco todas. Al menos las mejores, aquellas a las que merece la pena regalar horas enteras con el único propósito de adquirir el libro que llevabas años persiguiendo.
Los coleccionistas no buscamos solo en los anaqueles polvorientos de aquellos venerables establecimientos. Los buenos coleccionistas hurgan e inspeccionan las librerías de novedades a la búsqueda de aquellos títulos en los que intuimos el aliento de la perpetuidad.
Véanlo como una inversión de futuro. Hay veces —insisto: menos de las deseadas— que entre las novedades editoriales el coleccionista encuentra una codiciada pieza de arte. Me sucedió hace apenas unos días en una librería del centro de Madrid. Sobre la mesa de novedades descansaban tres libros de Tintablanca, una nueva editorial especializada en libros de viaje y cuadernos de escritura. Llevaban por título París, Madrid y Nueva York. Fue un amor a primera vista.
Mi mirada está muy acostumbrada a discriminar el buen y mal diseño, y aquellos tres libros eran, sin tan siquiera tenerlos en la mano, algo distinto y diferente a todo cuanto les rodeaba. Luego llegaron las mejores sorpresas: Los tres volúmenes, así como el cuaderno de escritura que descansaba al lado, estaban encuadernados con una tela especial de colores y tonalidades diferentes, y el papel era como acariciar la piel de la persona deseada. Los libros estaban firmados por autores muy conocidos que preludiaban una grata lectura y estaban ilustrados —otra singularidad más— por artistas que interpretaban con su particular mirada los rincones más conocidos —y desconocidos— de esas tres maravillosas ciudades.
Los compré todos. Y cuando salí de la librería sentí esa íntima e inenarrable sensación que vivo cuando vuelvo a casa con una nueva pieza de coleccionista. Hay veces que no es necesario echar la vista atrás ni escudriñar en siglos pasados para hallar un objeto único y valioso. Ahora que esos libros, una vez leídos, descansan sobre una de mis mejores estanterías sé con absoluta certeza que Tintablanca se convertirá en objeto de colección. Al tiempo…