Tintablanca
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Esos días azules, este sol de la infancia

Esos días azules, este sol de la infancia  - Tintablanca
Ilustración del artista Daniel Parra de la tumba de Machado en Collioure, incluida en la Tintablanca Las Ciudades de Machado.
Carlos Aganzo | 22 feb 2023

«Esos días azules y este sol de la infancia.» El último verso que escribió don Antonio Machado. El alejandrino que guardaba en su gabán el día que murió, junto a la nueva versión de una de sus canciones a Guiomar y al inquietante dilema shakespeariano: «Ser o no ser». La poesía, el amor, la memoria, la reflexión hasta las últimas consecuencias. Ligero de equipaje, casi desnudo, como había profetizado: así alcanzó el poeta su último puerto. Traía en sus bolsillos a Sevilla y a Madrid. A París, a Soria, a Baeza, a Segovia, a Rocafort, a Barcelona, sus ciudades. Todas estaban en su memoria cuando llegó a Collioure: buena gente para el acto final de la existencia de un hombre bueno.

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Unos días antes, don Antonio le había hecho guardar a Pauline Quintana un pequeño joyero con tierra de España. El 18 de febrero, cuando se volvió a sentir muy mal, el doctor Cazaben fue elocuente con el diagnóstico: había que empezar a descontar las horas. Entonces decidieron colocar en su cuarto un pequeño biombo, entre su cama y la de su madre. Antes de perder la conciencia, el poeta todavía dictó una carta para el secretario de la Embajada de España, asegurándole que estaba recuperando la salud, y que pronto se verían en París. A las tres y media de la tarde del 22 de febrero de 1939, miércoles de ceniza, ya estaba, en efecto, en los Campos Elíseos.

Nada más sacar el cuerpo del poeta, levantándolo sobre la cama de su madre, esta recobró por un momento el conocimiento. «¿Dónde está Antonio?» José le mintió: «En un sanatorio; se va a poner bien». Doña Ana aguardó hasta el 25 para marcharse. El día en el que habría cumplido los 85 años. Estuvo, como quería, al lado de su hijo hasta el final del final. A don Antonio le enterraron con comitiva formal: bandera republicana (que terminó de coser Juliette Figuères la noche anterior), respetos ante la Casa Consistorial, los doce de la Segunda Brigada de Caballería Andalucía, el cónsul español, el alcalde y los amigos de Collioure. Y el discurso del exministro Zugazagoitia, que terminó con los versos del poeta: «Corazón, ayer sonoro, / ¿ya no suena / tu monedilla de oro?».

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Una vez fallecido, la otra España quiso enterrar a Machado un poco más profundo todavía. El 5 de mayo de 1941 don Antonio fue expulsado post mortem del cuerpo de catedráticos del Instituto Cervantes, al que pertenecía antes de salir de Madrid. Pero todo intento de darle al escritor esa segunda muerte que es el olvido fue absolutamente en vano. Antonio Machado se convirtió en el primer santo laico de la historia. Y su altar, en el cementerio de Collioure, en un lugar de peregrinación para poetas de todo el mundo. Flores, versos, banderas perpetuas. La brisa del Mediterráneo y, cuando uno menos se lo espera, el aroma de los limoneros. Y el fulgor eterno, inextinguible, de ese sol de la infancia.

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Extractos del último capítulo de Las Ciudades de Machado, la Tintablanca escrita por Carlos Aganzo e ilustrada por el artista Daniel Parra.

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